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400 kilos de impunidad.
Todavía ruego para que el mes de marzo no signifique un otoño de Justicia. A veces también creo que ese ruego fue escuchado, pues un sentido de Justicia se viene aplicando en el marco de la búsqueda de la verdad histórica. Pero los argentinos en varios niveles todavía somos más humanos por los olvidos y las equivocaciones, que por vivir conforme a nuestros propios derechos.
Esto lo planteo a propósito de cumplirse 20 años del atentado a la Embajada de Israel (ocurrido el 17 de marzo de 1992, y en el que murieron 29 personas y 200 resultaron heridas). Y considerando que a pesar de dos décadas transcurridas no existe la menor expectativa de luz sobre el asunto, de encontrar un indicio de verdad sobre lo ocurrido o una pista cierta sobre aquel luctuoso suceso.
Hoy, donde los tiempos de conmemoración producen un breve acercamiento al horror, pretendo por un momento dejarme invadir por los interrogantes. Pues al final uno no sabe si esas dos décadas han vuelto lejano el recuerdo sobre el atentado, si las decisiones políticas se desvanecieron con el paso de los años, si ese transcurrir no hizo otra cosa que delinear otro horizonte político o si lisa y llanamente se ha utilizado el tiempo para borrar la memoria.
Algo trágico, más allá de lo infausto de la detonación de la camioneta cargada con los 400 kilos de explosivos, nos dispara aún más preguntas. Acaso por qué nuestra sociedad es capaz de ofrecer hombres que en cuestión de segundos son capaces de modificar la vida y el destino de cientos de personas, y por qué todavía no podemos ofrecer instituciones que en menos de 20 o 30 años sean capaces de asegurarnos un destino de verdad y justicia.
La percepción de no tener respuesta para ello puede ser tan desesperanzadora como comprobar que es también poco lo que se pueda esperar del propio Estado en el transcurso de otra tragedia.